miércoles, 13 de enero de 2010

William Wilson.

El revólver tenía la palabra, era como si todo se resolviera en ese último silencio, el dedo índice rosaba la punta del gatillo como limpiando el aire. La respiración se mezclaba con el temblor del que sostenía el arma. El frio de la calle le subía hasta la garganta y se volvía exhalación cortada y rápida. Hacía una noche seca también fría en la que no hay nubes y la luna saca todo su cuerpo a dar un paseo, porque el aire le entra bien, pero no había luna. El vapor salía más por la boca del que no iría a disparar más adelante: el que no tenía le revolver en la mano, quién sabe si lo traería oculto en algún lado, o en un bolsillo, pero en su mano no estaba, o al menos en su mano izquierda. El otro parecía más viejo (posiblemente le apuntaba en la cara al otro por algo con su mujer, como casi siempre en estos casos) tenía un traje de llevar a su hija al casamiento o de ser una persona que trabaja en subastas en el centro; el arma le sentaba con sus zapatos negros, tenía patillas largas y medio gruesas, un peinado casi cuadrado por la gomina y un palillo en la boca que masticaba como si estuviera viendo una película de gánsters (éste no necesita más descripción ya se sabe sus intenciones y que posiblemente es un hijo de puta, o, posiblemente no) El otro apenas aparentaba 20, (¿quién no tiene 45 a estas alturas de la vida?) podría ser el hijo del que tenía el revólver pero la mirada delataba otra historia (más como las que no están en los libros, ni requieren un giro para volverla más interesante, más como las historias que se cuenta en las tiendas de los barrios entre señoras con algunos tomates de árbol en su bolsa) Tenía camisa de manga larga oscura, pantalón negro como el revólver que no estaba en sus manos, enormemente flaco, casi una sombra, mirada que le pensaba en los hombros, los labios más o menos delgados más temblorosos que los del otro (podría ser el revólver, pero era necesariamente otra cosa) Estaban en una esquina oscura sin importancia, podría ser cualquier lugar, o peor aún: ningún lugar, es decir: un lugar tan conocido por los dos, que era perfectamente el lugar donde se desconocían; casi como andar con las luces apagadas dentro de la propia casa y no tropezar. Parecían estar dentro de una jaula de aire, atrapados: como dejados llevar por sus destinos, desde el punto a—al— b sin pensar en números de teléfono, en el árbol genealógico o en el imposible Animula Vagula Blandula. El disparo sin sonar hería al otro, al que tenía el revólver. No era el silencio, era más lo aturdido que dejaba el impacto de una bala en la cabeza, la sangre siempre escandalosa no gritaba esta vez, salía como si lo estuviera esperando, como un animal que aguarda en la puerta a su dueño luego de varios meses de ausencia y cada vez más cansado sale todos los días a su encuentro. El que tenía el arma caía lentamente y disparaba con desesperación a la jaula de aire sin darle a ningún pájaro. En el periódico al otro día en una sección no muy importante (el periódico tampoco lo era, mucho menos la ciudad) salió la noticia de un suicidio en una esquina del centro, en la madrugada, sonó un disparo, los vecinos salieron, vieron al hombre, llamaron a la policía, estaban asustados, en el barrio no se suicidaba nadie, cuando mucho un homicidio, se dio uno en la cabeza y con eso tuvo, esto raya en lo inmoral, señores calma, ya no se puede andar tranquilo por aquí, ¿mami donde está el papá?, aquí no ha pasado nada, nos va tocar lavar eso , pero primero echarle arena para que absorba, ¿nadie lo conocía?.