martes, 1 de diciembre de 2009

Una historia por contar.

Estuve mirando el charquito que dejé en la cama, no recuerdo bien qué pasó, estaba dormida y cuando desperté el charquito estaba ahí sin más, solito, como mirándome la cara, demostrando que existía, yo lo toqué y sentí lo viscoso que era, después me asomé despacio con los ojos y me vi con la cara toda desparramada, parecía un espejo que me salía de adentro, lo miré bien y empecé a dibujar mi cara con los dedos, quedó muy igual para ser tan temprano; ni siquiera mis papás se habían despertado. Yo me fui para el baño porque me estaba doliendo la panza, salí a la calle me puse las gafas y me subí el cuello del gabán, estaba de noche y seguro me perseguían; esta ciudad ya no es la misma de antes ya no se puede andar por el día porque te pescan, la noche se te hace un río, se tiene que ser el domador del río sino te lleva, te aplasta con la fuerza que también te abraza. Y está el alcalde que quiere acabar con todas las sombras que dejó para llegar a su puesto, quiere silenciar y ahí van 1000 millones en policía, ahí es que te agarran en la casa, sabiendo que el cuarto se va a encoger, te mueves hasta un extremo del sueño, respiras pausadamente como reteniendo el aire que sabes, cada vez, se va acabando más de prisa, corren las paredes a tu encuentro, no sufres de claustrofobia lo sabes, pero las paredes se quieren cerrar como tus párpados cansados, la habitación se encoge, las paredes casi se tocan las pestañas, tus labios están resecos, abiertos; solo en tu habitación cuadrada te sientes torcido, sabes que la habitación no se puede encoger por sí sola, necesita al menos de dos personas, lo sabes y sabes que no hay nadie, sabes que esperabas sin esperar a que las paredes por fin se dejen de mover un poco para tomar el libro con la otra mano, la novela está en la parte donde se debe cambiar la mano, las manos se van cansando, van pasando por la letras, mirando cada una, aprehendiéndolas. El señor de sombrero rojo no se da cuenta pero sus manos saben leer, leen en todas partes y siempre que el señor de sombrero rojo duerme las manos buscan en su biblioteca, alguna cosa de Quiroga, o de Carpentier y hasta Silvina Ocampo; son manos latinoamericanas por supuesto les ha tocado duro, mucha dictadura, mucha social-democracia, aunque ellas no son puños apoyan las causas perdidas, y a veces se exaltan al ver alguna noticia en un periódico, pero la mayoría de las veces sólo son manos que leen. El señor de sombrero rojo nunca escribe, o al menos no escribe nada que las manos quieran escribir, al sombrero lo que es del sombrero y a las manos todo lo otro, lo otro que se cierra, te apresa, la habitación habitada por un solo hombre, sabes que ese hombre eres tú, un hombre perdido en el laberinto de su sueño despierto, amenazado de vida, la eternidad del encierro, la habitación encogida se cierra como caminando por tu piel, hueles la pintura blanca muy de cerca, las paredes te van tragando, sabes que no es un sueño, sería muy fácil, ya se te acaba el aire, ahora sientes como tus costillas te abrazan el corazón y esperas, para salir de nuevo con un gabán distinto, hay que cuidarse de todos, el viejo bar el madero ya no es confiable, muchas ratas esperando salvarse te muerden, no más salsa para nadie, ya sólo quedan los cadáveres, yo estoy muerto, me mataron, soy sangre podrida que camina, soy alma con pedazos de carne. En la noche cuando duermen las palabras, camino entre los paredones negros de esta ciudad, que ya no es la misma, la mataron los políticos, se la comieron entera y después se la vomitaron en las bocas de todas las putas, se las comieron a ellas y después se fueron, dejando a todo el mundo preñado; de esa camada salí yo, yo, yo al que buscan, al que no encuentran, al que se murió después de matar al alcalde, al que la sangre se le escapa, después de salir del baño, volví a mi cama y el charquito rojo estaba ya seco y olía muy maluco, ya no me dolía la panza, pero tenía hambre, a esa hora siempre me da hambre, me agaché para salir de la habitación, caminé hasta la cocina y vi a mi papá acostado en el piso con una liniecita roja que le salía de atrás de la cabeza que decía: el muerto somos dos. Me miré las manos y ellas me estaban mirando, luego fui a despertar a mi mamá.