Sus voces de hueso tan suyas pero tan íntimas, que hacen catedrales de cuerpos del mismo material de los falsos abrazos, de las promesas necesariamente olvidadas para dar paso a las palabras. Las que fueron avispas y causaron tanto dolor.
Sus cabellos de arco iris, larguísimos y perdidos en la selva del eco y el fuego que a veces propios imitan esas cenizas de recuerdos ausentes, siempre con la diferencia de lo simple o lo complicado, de la muerte o la locura y otra vez las avispas.
La pregunta necesaria amiga de esa búsqueda de nuestro futuro anciano, y el desorden, y los excesos nunca perjudiciales y tan necesarios, tan de otros como del no.
Y es que vivir es tan inevitable que a veces se cansa la imaginación y no queda más que el amor. Que se roba de a pocos la amistad hasta hacerla ajena.
Las avispas nunca se largan, no tienen calles por donde caminar y no esperan porque ya lo hicieron, ya esperaron, ya llegó, y como siempre la decepción.
Pero siempre son las avispas, siempre, las avispas y el desorden, y aunque no es un secreto voy a confesarlo: las palabras fueron avispas, las avispas fueron palabras, ahora sólo les queda no ser.
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