domingo, 14 de septiembre de 2008

Entre soles y lunas. cielo.

Y escuchando mi memoria morí en el momento que pisé sus montañas, verdes, grandes y usurpadoras de mis pisadas dominadas por ese color transeúnte me llevaron por la línea del viento, lo besé, me despeinó, lo arrastré dentro de mí, me inundó, creí que estaba muriendo, él sólo jugaba.

Entendí que necesitaba arrancarme la piel, volverme natural y dejar mis artificios en la rama de un árbol podrido.

Yo, desnudo frente al sol, pensaba en su minúsculo interior, y con tocarlo castraba toda su luz deseando oscuridad, era un pensamiento torpe, porque disfrutaba de su calor quemando mis labios que rugían en magmas de fuego, extinguiendo mi saliva que poco a poco se difuminaba en el vertical horizonte.

En ese insomnio natural de tanta realidad, soñaba soñar para siempre y no me bastaba con pensar en una eterna quietud. Los electrones explotando y la simpleza atacando, me pedían explicaciones de mi color cerebral, de mi contradicción espiritual por decir que la felicidad es un estado único, que llena a todo el que sabe hablar con ella, pero la felicidad siendo un término femenino, no me deja alcanzarla. Con ellas no me ha ido bien. En ese momento pensaba eso y más, pero mis filosofías se opacaban cada vez que esa verde casa me llamaba, y citaba todos mis poetas juntos para que entrara. Una casa que era por fuera como por dentro, literatura.

Adentro, ocultándome de ese circo de elementos azul cielo, encontré un ermitaño con más años que la tierra, él sabía como nadie y me contaba una y mil historias como si yo fuera alguien. Me habló de universos, de personajes que se convirtieron en personas, de Vallejo, de él. Yo, escucho, luego pienso luego existo y si existo es gracias a ese momento. El que acabo de contar.

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