viernes, 26 de septiembre de 2008

bebop

En el último mes, decían los gitanos que no volvió, aquel hijo de la lluvia, estudiante de sus manos, que reía al saludar y masticaba siempre su vara de eucalipto, decían que estaba maldito, decían que no sabía hablar, decían que caminaba, decían, decían, decían…

Sus botas largas y desgastadas imponían rebeldía, junto con su sombrero rojo que nunca dejo ver sus negros ojos, su olor a whiskey robado delataba en sus labios pálidos y enfermos una cicatriz que con el sol cuajaba un rosado descompuesto.

Entre sus hombros una leyenda recorría rió arriba, una balada tarareada por sus pasos negados al silencio que se perdían en el fondo del tercer árbol donde empezaba a dejarse ir, y acababa en la boca del bosque donde olvidaba existir él y empezaba a existir eso, esa sustancia que hacía meditar a los osos y de entre sus huellas salían árboles que en agosto abrían sus alas para esperarlo, para comerlo, porque morían.

Nadie lo vio en la noche, seguro ese era su color. A las 12 menos 7 en el día todos los días tomaba una cerveza negra en el bar. Salía siempre solo y con un rumbo desconocido para sus piernas, con el sol acariciando sus labios dibujaba un horizonte que le recordaba quien era, un pasado extinto de su esencia, un autorretrato en su sombra que hacia que hidratara su mejilla con un poco de nostalgia.

Se cansó de no ser entendido, su lengua se tornó transparente y el silencio cosió sus palabras, su nombre alguna vez fue bebop. Ya no. Lo había olvidado, época tras época vio morir a quien amó, reinos y guerras caminaron por su piel, dejaron marcas que ya no existen, se las tragó la arena.

Al igual que su padre venia de un oeste que hace mucho dejo de cabalgar, sus músculos de amapola eran de otro tiempo, pero se negaba a rechazar sus raíces. Sus botas acostumbradas a la arena se desgastaban en el pavimento, su brújula dejó de apuntar al norte y con su sangre mezclada con sudor se extinguía, pero su cuerpo no giraba con las manecillas del reloj, dando exhalaciones de una muerte que nunca paso por su casa para dejar un sobre violeta, algo que añoraba y temía, pero que no alcanzaba.

Y en un atardecer de un verano muy largo, él caminando con su sombrero, sus botas y su silencio se perdió en la última hora del día, sin testigos, diciendo con sus pasos “para siempre me parece mucho tiempo”.

2 comentarios:

Catalina Arroyave. dijo...

Parce, tenés un ritmo vertiginoso en esto de las palabras.

Chapeau.

Un señor se cayó dijo...

rios metafísicos con los que algunas veces tropiezo, pero la roja simpleza recae en otros hombros.